Cae la noche en Kiev y el silencio —si no es roto por algún estruendo o por las sirenas antiaéreas que llaman a todos a protegerse en los refugios— es ensordecedor, de esos que preceden a la tempestad.
Hay toque de queda desde las 22:00 horas hasta las 7:00. El que no huyó en la mañana, cuando comenzó la invasión del país, está encerrado siguiendo por TV la dramática evolución de la increíble “operación militar especial” del presidente ruso, Vladimir Putin, quien asegura querer “desnazificar” el país.
Nadie duerme porque en cualquier momento pueden volver a sonar las sirenas, y si duerme lo hace vestido, con una mochila con todas sus pertenencias y documentos más importantes listos para llevarse a la hora de salir corriendo a buscar resguardo.
En la capital hay olor a pólvora, a quemado. Nadie aún puede creer lo que está pasando. Después de semanas de idas y venidas, amenazas, alertas, informaciones de inteligencia que luego no se cumplían, los ucranianos, acostumbrados a eso que Volodimir Zelensky muchas veces llamó “histeria”, se toparon con la peor realidad, cuyas consecuencias pusieron en alarma al mundo.
La invasión del país ya es total, porque las tropas rusas están entrando desde Bielorrusia, en el norte, y desde la península de Crimea, en el sur, sin contar que ya se encuentran en la región del Donbás, en el este.
Además, rodean esta capital, que se encuentra vacía y blindada como nunca, con tanques y barricadas para protegerse del enemigo, que cada vez parece estar más cerca. Al acecho.
Versiones indican que los dos aeropuertos de Kiev, el de Borospil y el Hostomel, fueron tomados por fuerzas rusas, mientras crece el éxodo de civiles en trenes y autos.
Los ucranianos se despertaron a las cinco de la mañana del jueves con el fragor de explosiones —misiles lanzados contra objetivos militares a las afueras de la ciudad, que provocaron columnas de humo negro— y el ruido de las sirenas antiaéreas que llamaban a la población a refugiarse; con ley marcial y estado de emergencia declarado por el Parlamento. El fantasma más temido, el de una guerra verdadera (no sicológica, como fue hasta ahora), de una invasión, de repente se volvió una cruda y dramática realidad que nadie sabe si puede llegar a ser la antesala de una deflagración mundial sin precedente.
Mientras miles de personas, quienes rápidamente cargaron los baúles de sus autos con valijas preparadas desde hace semanas, escapaban en pánico de la ciudad hacia el oeste del país y la televisión mostraba imágenes de varias avenidas congestionadas, en el centro de Kiev reinaba un ambiente surrealista: sus grandes avenidas de edificios de estilo monumental estalinista, con sus iglesias de cúpulas doradas, lucían espectrales. Poquísimo tránsito, negocios vacíos, clima de terror.
“Putin es como Hitler, un hombre de poder que al final va a terminar muy mal”, asegura a La Nación Serguey, una de las pocas personas que estaba en el centro, en la cola que hay frente a una farmacia.
Como la mayoría de los casi tres millones de habitantes de esta capital que no huyeron, Serguey, que trabaja para una empresa estadounidense, dijo que no iría a laborar, sino que se quedará encerrado en su casa. También hay cola en un cajero automático. El Metro, que en muchos barrios se ha vuelto un refugio de decenas de familias, sigue funcionando.
Vera, abogada, salió con su madre a buscar algún supermercado abierto para comprar agua y, de paso, pasear a su perro. A las cinco de la mañana la despertó el ruido de la explosión que significó un giro dramático a este juego de guerra. Su madre, al lado, no puede ocultar las lágrimas.
“¿Estamos en el siglo XXI, tuvimos dos guerras mundiales y está pasando esto? Es imposible”, comenta.