En un extraño rincón de nuestro Sistema Solar hay dos masas alienígenas amorfas.

Son del tamaño de continentes, y se cree que se la pasan a la espera de que les caiga sustento que luego, sencillamente, absorben.

Su hábitat natural es aún más inusual que su dieta.

Podría describirse como “rocoso”: a su alrededor hay minerales exóticos en tonos y formas desconocidas.

Por lo demás, es bastante yermo, a excepción de un mar brillante en la lejanía, tan enorme que contiene tanta agua como todos los océanos de la Tierra juntos.

Todos los días el “clima” es el mismo: unos cálidos 1.827°C, y su presión en algunas áreas es equivalente a unas 1,3 millones de veces la de la superficie de la Tierra.

En este ambiente aplastante, los átomos se deforman y hasta los materiales más familiares comienzan a comportarse excéntricamente: la roca es flexible como el plástico, mientras que el oxígeno se comporta como un metal.

Pero este abrasador lugar no queda en un planeta extraterrestre, y esas masas no son estrictamente vida salvaje.

Está, de hecho, en la Tierra, sólo que en lo más profundo de su interior.

En ese mundo extraño

El entorno en cuestión es el manto inferior, la capa de roca que se encuentra justo sobre el núcleo del planeta.

Ese manto, en su mayor parte sólido, es otro mundo, un lugar que se arremolina y está salpicado de un caleidoscopio de cristales, desde diamantes (de los que hay alrededor de un cuatrillón de toneladas) hasta minerales tan raros que no existen en la superficie del planeta.

De hecho, las rocas más abundantes en esta capa, bridgmanita y davemaoita, son en gran medida un misterio para los científicos.

Necesitan las presiones ultraaltas exclusivas del interior del planeta para desarrollarse y se desmoronan si son traídas a nuestro reino.

Sólo las podemos ver en su forma natural cuando quedan atrapadas dentro de los diamantes que llegan a la superficie. E incluso entonces, es imposible saber cómo se ven realmente en el interior de la Tierra, pues sus propiedades físicas son tan distintas en las presiones bajo las que normalmente existen.

Por su parte, ese “océano” lejano no contiene ni una gota de líquido.

Está hecho de agua atrapada dentro del mineral olivino, que constituye más del 50% del manto superior. En niveles más profundos, se transforma en cristales de ringwoodita azul índigo.

“A esas profundidades, la química cambia totalmente”, dice Vedran Lekić, profesor asociado de Geología en la Universidad de Maryland (Estados Unidos).

“Por lo que sabemos, hay algunos minerales que se vuelven más transparentes”, dijo

Pero son aquellas masas amórfas las que más intrigan a los geólogos de todo el mundo.

Un problema complicado

En 1970, la Unión Soviética se embarcó en uno de los proyectos de exploración más ambiciosos de la historia humana: intentó perforar lo más profundo posible en la corteza terrestre.

Esa capa sólida de roca, que se asienta sobre el manto mayoritariamente sólido y, finalmente, el núcleo parcialmente fundido de la Tierra, es la única parte del planeta que nunca ha sido vista por los ojos humanos.

Nadie sabía qué pasaría si intentaban atravesarla.

En agosto de 1994, el pozo superprofundo de Kola, ubicado en medio de una extensión inhóspita de la tundra ártica en el noreste de Rusia, había alcanzado profundidades asombrosas, extendiéndose unos 12 mil 260 metros bajo tierra.

Al comenzar, el equipo que dirigía el proyecto hizo predicciones sobre lo que esperaban encontrar, específicamente que la Tierra se calentaría un grado por cada 100 metros que viajaran hacia su centro.

Sin embargo, pronto quedó claro que ese no era el caso: a mediados de la década de 1980, cuando alcanzaron los 10 km, la temperatura ya era de 180°C, casi el doble de lo esperado.

Pero entonces el taladro se atascó.

En esas condiciones extremas, el granito dejó de ser perforable: se comportaba más como plástico que como roca.

El experimento se detuvo y nadie ha logrado cruzar el umbral de la corteza hasta el día de hoy.

“Sabemos mucho menos sobre el manto de la Tierra que sobre el espacio exterior -al que podemos observar con telescopios-, porque todo lo que sabemos es muy, muy indirecto”, dice Bernhard Steinberger, investigador de Geodinámica de la Universidad de Oslo (Noruega).

Entonces, ¿cómo se estudia un entorno que no se puede ver o al que no se puede acceder, donde incluso las propiedades químicas de los materiales más comunes se distorsionan más allá de todo reconocimiento?

Resulta que hay otra manera.

Coco invertido

La sismología involucra el estudio de las ondas de energía producidas por el movimiento repentino del suelo durante eventos masivos como los terremotos.

Entre ellas se encuentran las llamadas “ondas de superficie”, que son superficiales, y las “ondas internas”, que viajan por el interior de la Tierra.

Para captarlas los científicos usan instrumentos en el lado opuesto del mundo a los terremotos que están detectando y examinan todo lo que ha logrado abrirse camino.

Al analizar los diferentes patrones de ondas pueden comenzar a reconstruir lo que podría estar sucediendo a cientos de kilómetros bajo tierra.

Son esas características las que le permitieron al geofísico danés Inge Lehmann hacer un descubrimiento importante en 1936.

Siete años antes, un gran terremoto en Nueva Zelanda había llevado a un resultado sísmico sorprendente: un tipo de onda interna, que puede viajar a través de cualquier material, había logrado atravesar la Tierra, pero había sido “doblada” por un obstáculo en el camino.

Y, otro tipo de onda, que no puede atravesar líquidos, no había podido pasar.

Esto anuló la creencia de larga data de que el núcleo era completamente sólido y condujo a la teoría moderna de que hay un interior sólido envuelto en una capa exterior líquida, una especie de coco invertido, por así decirlo.

Un misterio escondido en lo profundo

Con el tiempo el método se perfeccionó, haciendo posible visualizar las profundidades ocultas de la Tierra en tres dimensiones, “usando las mismas técnicas que en la tomografía computarizada” que se utilizan en la medicina, explicó Lekić.

Casi de inmediato, esto condujo al descubrimiento de las dos masas amorfas de la Tierra.

Llamadas “grandes provincias de baja velocidad de corte” (LLSVPS, por sus siglas en inglés), son dos regiones colosales, donde las ondas sísmicas encuentran resistencia y se ralentizan.

Una de ellas, llamada “Tuzo” se encuentra debajo de África; la otra, “Jason”, está debajo del Océano Pacífico.

Al igual que con el núcleo de la Tierra, estas áreas son claramente diferentes del resto del manto y son unas de las estructuras más grandes del planeta.

Sus estructuras tienen miles de kilómetros de ancho y ocupan el 6% del volumen de todo el planeta.

Las estimaciones de sus alturas varían, pero se cree que Tuzo tiene hasta 800 km de altura, lo que equivale a alrededor de 90 Everests apilados uno encima del otro.

Jason podría extenderse 1.800 km hacia arriba, lo que se traduce en alrededor de 203 Everests.

Sus deformes cuerpos están aferrados al núcleo de la Tierra, cual dos amebas a una mota de polvo.

“Hay 100% de certeza de que estas dos regiones son, en promedio, más lentas [en términos de la rapidez con que las ondas sísmicas se mueven a través de ellas] que la región circundante. Eso no está sujeto a debate”, dice Lekić.

“El problema es que nuestra capacidad de ver en esa región es borrosa”.

Aparte de cuán titánicas son sus formas, casi todo lo demás sobre ellas sigue siendo incierto, incluido cómo se formaron, de qué están hechas y cómo podrían estar afectando a nuestro planeta.

Los científicos saben que algo está pasando allí y están tratando de descubrir exactamente qué, pues creen que comprenderlas ayudaría a desentrañar algunos de los misterios más perdurables de la geología, como cómo se formó la Tierra, el destino final del planeta “fantasma” Theia y la presencia inexplicable de volcanes en ciertos lugares del mundo.

Incluso podrían arrojar luz sobre las formas en que es probable que cambie la Tierra durante los próximos milenios.

jgt

LEAVE A REPLY

Please enter your comment!
Please enter your name here