Ahmed es todavía un adolescente pero, en lugar de estudiar, pasa todos los días en el trabajo.

Vive en la ciudad libanesa de Trípoli, en el norte del país, uno de los lugares más pobres del Mediterráneo. A pesar de las horas que dedica, tan solo gana unos pocos dólares a la semana. Necesita mantener a su madre enferma, pero su agotador trabajo apenas le permite ganar lo suficiente para alimentarlos a ambos.

Esa sensación de desesperanza lo llevó a buscar una salida. En un cibercafé en Trípoli comenzó a charlar con un hombre que le dijo ser un reclutador de Estado Islámico, la milicia islamista sunita radical que durante un tiempo controló grandes extensiones de territorio en Siria e Irak, y que ha cometido atrocidades y actos de terror en la región y alrededor del mundo.

“Estaba estudiando la sharía (ley islámica), y día tras día nos hablaban de la yihad”, asegura Ahmed. “Nos hablaron de Irak y del grupo Estado Islámico (EI). Nos encantó el EI, porque era famoso. Un hombre en la cárcel se puso en contacto conmigo y me dijo: ‘te voy a enviar allí'”.

Delgado y de voz tranquila, es difícil imaginar a Ahmed como combatiente o los motivos por los que querría formar parte de un grupo que ha cometido crímenes tan terribles.

“Quería unirme al Estado Islámico y ser muyahidín porque no podía hacer frente a la crisis aquí”, responde el joven. “De esa forma me acercaría a mi Dios y viviría cómodamente, y no estaría siempre preocupado por el costo de vida”.

Ahmed había tomado una decisión. Le dijo al reclutador que quería apuntarse, dejar el Líbano y viajar para luchar con el grupo en Irak y Siria. Pero, a las pocas horas, la policía lo arrestó. Agentes de inteligencia del ejército libanés lo interrogaron durante cinco días antes de liberarlo. Esto hizo que se arrepintiera de su elección, pero todavía no ha encontrado una solución para sus muchos problemas.

“Me dan ganas de suicidarme. Debo dinero que pedí prestado para comprar muebles para mi habitación, pero no puedo permitirme devolverlo. No sabemos qué pasará en el futuro”, afirma.

En las callejuelas de Trípoli, la esperanza escasea. También la electricidad, el agua, el combustible, los medicamentos y los puestos de trabajo. Se cree que, en el último año, alrededor de un centenar de jóvenes libaneses se han unido al Estado Islámico. Pero no se trata solo de adherirse a la ideología extrema que representa el grupo. También intentan escapar de la pobreza extrema de un país en crisis.

Muchos, debido a su afiliación religiosa o sus antecedentes familiares, tienen menos oportunidades de prosperar. Esa lucha por la supervivencia ha hecho que algunos jóvenes tomen medidas desesperadas.

Sin oportunidades

Nabil Sari es un destacado juez de Trípoli. Ya se ha ocupado antes de casos de este tipo.

“No tienen oportunidades laborales, ni de estudios. Y algunos de los que se unieron a EI por eso se arrepintieron y trataron de contactar a sus familias para regresar, pero ahora no pueden”.

El Estado Islámico está lejos de ser la potencia que llegó a ser en Oriente Medio. Durante un tiempo controló una franja de tierra que designó como califato en Siria e Irak. La mayor parte del grupo fue derrotado en una sangrienta batalla en la ciudad siria de Baghouz en 2019.

Pero los pocos que no murieron o fueron encarcelados continúan atacando objetivos en las áreas que antes llegaron a controlar. Y, a principios de este año, empezó a llegar información sobre participantes libaneses en esos atentados.

Wadi Khaled, donde vivían muchos de los hombres desaparecidos, es un barrio duro, sumido en la pobreza. Los niños se pasan el día jugando con juguetes improvisados en callejones polvorientos. Por la crisis, muchos no tienen la oportunidad de ir a la escuela.

“Aquí no llega el gobierno”, explica Mohammed Sablouh, un abogado que representa a las familias de varios de estos jóvenes. “Mire estas zonas de pobreza. A nadie le importa. El país no está cumpliendo con su deber hacia sus ciudadanos. Y esta clase empobrecida será utilizada y reclutada para el EI”.

Bakr Saif desapareció hace un año. Estaba a semanas de casarse. Aunque había sido arrestado y había pasado un tiempo en prisión, estaba construyendo un futuro con su prometida. No le dijo a su madre Umm Saif que planeaba irse.

“Nos dijo que iba a ver a su prometida y que volvería al mediodía”, asegura con los ojos llenos de lágrimas. “Se fue y nunca más volvió”.

“Escuchamos las noticias en las redes sociales”, prosigue su padre, Mahdi. “Estaba en todos nuestros teléfonos. No lo podíamos creer. Y luego todos comenzaron a gritar y llorar”. Umm Saif hace una pausa y se limpia los ojos. “Era feliz, se estaba preparando para su boda y estaba feliz. Había salido de prisión. Era un muy buen tipo. Respetuoso. Educado. Puedes pensar que lo digo porque soy su madre, pero esta es la verdad.”

Una voz siniestra

Menos de un mes después, Umm Seif recibió un mensaje de voz. Una siniestra voz alterada por computadora le dijo que su hijo había muerto luchando para el EI en Irak. Extrañamente, lo describió como “asesinado” en lugar de “mártir”, el término que usaría normalmente un mensaje genuino del EI.

Los padres de Bakr no se creen el mensaje de voz, ni lo que las autoridades libanesas les han dicho sobre su destino. Creen que nunca salió del Líbano y permanece oculto y bajo custodia en algún lugar del país.

El padre de Bakr, Mehdi, muestra el apartamento de su hijo. Está limpio y ordenado, pero vacío, y parece abandonado. Los chocolates envueltos en papel dorado que Bakr compró para su boda permanecen a la vista, sin comer.

El ejército iraquí asegura que Bakr salió del Líbano y viajó allí para unirse al Estado Islámico. Afirman que participó en un ataque contra una base militar en Diyala que mató a 10 soldados. Días después, nueve miembros del EI murieron en un ataque aéreo de las fuerzas iraquíes. La mitad de ellos eran libaneses.

Las fuerzas iraquíes aseguran que Bakr era uno de ellos. Insisten en que están completamente seguros de su identidad porque realizan pruebas de ADN de los muertos para confirmarlo.

Carne de cañón

El general del ejército iraquí Yahya Rasoul Abdulla se refiere a estos hombres que abandonan el Líbano para unirse al Estado Islámico con palabras duras.

“Mi mensaje para el mundo árabe, y específicamente para la juventud libanesa, es que esta organización terrorista los está usando como carne de cañón. Pueden preguntar a los iraquíes que vivían bajo el control del Estado Islámico: mataban a gente, violaban a mujeres, las esclavizaban, destruían el patrimonio, destrozaron todas las infraestructuras, incluso destruyeron las tumbas del profeta. No sean el combustible de sus guerras, no sean utilizados por ellos”, afirma el general.

Y añade: “el ejército iraquí está en todas partes. Dondequiera que vaya esta organización, en el desierto, las montañas, los valles, los perseguiremos y los mataremos”.

Desde el máximo que se registró a principios de este año, las cifras de los que se unen al Estado Islámico han comenzado a disminuir. Las historias de los que se fueron ahora son bien conocidas en Trípoli, y eso hace que la perspectiva de seguirlos sea menos atractiva.

Pero, mientras Líbano continúa luchando contra su crisis financiera y sus políticos se estancan en la formación de un nuevo gobierno meses después de las elecciones del país, la vida no se vuelve más fácil. Y de esta forma, los reclutadores de Estado Islámico continúan pululando con la esperanza de atraer a una nueva generación de jóvenes libaneses privados de sus derechos.

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