Los efectos del ataque al Capitolio de hace un año están más presentes que nunca. Quizá ya no quedan restos de los desperfectos en el edificio de la sede legislativa estadounidense, pero las cicatrices son enormes y las consecuencias gigantes. El principal temor: que la democracia del país esté herida de muerte, y que sea demasiado tarde para salvarla.

En el discurso que dará este jueves para conmemorar la efeméride, es más que probable que el presidente Joe Biden, saliéndose de su papel habitual de no hablar en demasía de su predecesor, culpe directamente a Donald Trump de la insurrección. “[El presidente] ve el 6 de enero como la culminación trágica de lo que esos cuatro años bajo el [ex]presidente Trump hicieron a nuestro país”, avanzó la portavoz Jen Psaki. Una vocera que también puso el punto sobre el Partido Republicano: “Ha habido silencio y en momentos complacencia por parte de demasiados republicanos que han defendido la ‘gran mentira’ y perpetuado la desinformación al pueblo estadounidense”.

Tal como escribió Masha Gessen en su libro ‘Surviving autocracy’, publicado en pleno mandato trumpista pero meses antes del ataque, uno de los gritos célebres de Trump, el “Drain the swamp” que prometía limpiar las cloacas del poder, no era una lucha contra la corrupción sino que “en realidad era una declaración de guerra al sistema de gobierno estadounidense tal como está constituido actualmente”. O, lo que es lo mismo: un aviso de que su manual llevaba a la conversión de los Estados Unidos hacia una autocracia.

Ese intento de perversión del sistema no se ha erosionado. El ataque del 6 de enero fue el punto culminante de un movimiento constituido durante meses que, de haber tenido éxito, habría dinamitado la democracia de Estados Unidos. Habría podido ser un momento de reencuentro nacional pero fue todo lo contrario, el momento en el que se magnificó todavía más la polarización, se expandieron las dudas sobre el sistema electoral y se comprometió el futuro democrático de Estados Unidos.

En gran parte por la idea republicana de mantenerse firme en la teoría conspiranoica y llena de falsedades de la ‘gran mentira’ que Trump insiste en defender y que ha contagiado a todo el partido conservador, la idea de un robo electoral inexistente que ha penetrado en los votantes republicanos y ha servido de base para que haya cambios en leyes electorales que pongan en duda si Estados Unidos es tan democrática como su excepcionalismo autoimpuesto quiere hacer creer.

“Creo que la amenaza actual contra la democracia estadounidense es probablemente la más importante de la historia”, comenta Mark Brewer, de la universidad de Maine. Aprovechando el tirón de la ‘gran mentira’, 19 estados gobernados por republicanos han aprobado leyes para restringir el voto, revisado normativas electorales y se han otorgado poder para revertir los resultados en las urnas.

Un movimiento que, para el líder demócrata en el Senado, Chuck Schumer, es tan nocivo como la insurrección misma. De hecho, muchos expertos consideran que todas esas acciones están preparando el terreno para que en 2024 la insurrección sí que triunfe, y lo haga amparándose en procesos aparentemente legales y democráticos.

En su libro ‘How democracies die’, publicado en 2018, los expertos en autoritarismo y golpes de Estado Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, de la unniversidad de Harvard, cuentan que las usurpaciones de poder y debilidades democráticas no solo se dan con golpes de Estado, sino que hay formas “menos dramáticas” pero igual de efectivas: la perversión y subversión desde dentro, desde los mismos líderes electos. Pasó con Hugo Chávez, por ejemplo, y era la idea que tenía en mente Trump cuando armó el plan para revertir el resultado de las elecciones.

Para Timothy Snyder, autor del libro ‘On Tyranny’, lo que está viviendo en Estados Unidos amerita una acción inmediata, y no confiar en que el país tiene una tradición democrática que hará que todo vuelva a la normalidad y nunca se crucen líneas rojas. “Podemos perder la democracia en cualquier momento”, dijo recientemente, “de hecho ya la estamos perdiendo”.

Las alarmas hace tiempo que suenan. Rick Hasen, experto en legislación electoral de la Universidad de California en Irvine, confía en que “no sea demasiado tarde” para hacer un viraje, y cruza los dedos para que a los politólogos y otros expertos se les haga más caso que a los ambientalistas hace años con la crisis climática, o a los epidemiólogos hace un par de años con el coronavirus.

Las encuestas revelan lo dividido que está el país: según la que publicó ayer el portal Axios, sólo 55% de estadounidenses cree que Biden es el ganador legítimo de las últimas elecciones; otra, de Quinnipiac, que sólo 29% de republicanos cree que el asalto al Capitolio fue un ataque al gobierno, contra 93% de demócratas que así lo piensan. Una más, de CBS-YouGov, indica que para 56% de republicanos, quienes se alzaron el 6 de enero de 2021 eran “defensores de la libertad”.

Pero los sondeos coinciden en algo: dos de cada tres estadounidenses creen que la democracia en el país está en riesgo, o al menos en riesgo de caer.

Algo que podría cambiar eso sería la aprobación de una ley de derecho al voto que blinde la democracia, y especialmente una resolución contundente de las investigaciones de lo sucedido el 6 de enero.

Hay dos vías que circulan en paralelo: la investigación de la Cámara de Representantes tiene prisa por cerrar su informe y depurar responsabilidades, y en sus indagaciones está apuntando a todas las esferas y poderes para saber realmente qué sucedió y, especialmente, quién tuvo la culpa de que la insurrección terminara con cinco muertos, centenares de heridos y un país temblando ante uno de sus episodios más oscuros.

En breve podrían empezar los testimonios en vivo por televisión, y el cierre de la investigación podría darse antes de final de año, para no verse con el miedo de que en las legislativas de noviembre cambie el control del Congreso y los republicanos cierren el comité sin haber terminado su trabajo.

Por otra parte está la investigación del gobierno. Por el momento ya se ha detenido a más de 700 asaltantes: 165 se han declarado culpables y algunos enfrentan penas de dos décadas de prisión; hasta ahora han sido condenados algo más de setenta, entre ellos el pintoresco “chamán de QAnon”, sentenciado a 41 meses de cárcel.

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