La invasión rusa a Ucrania ha precipitado enormes transformaciones en Europa. Un año atrás, los principales organismos financieros globales publicaban escenarios de catástrofes sobre las economías europeas, que si bien se han esquivado por ahora, se mantiene la incertidumbre a futuro.
Vladimir Putin sumergió a la región pero no la llevó al colapso temido en el verano de 2022, cuando los precios del gas y petróleo se disparaban a récords históricos.
El heroísmo del pueblo ucraniano y la terquedad del presidente ruso proyectan el conflicto en el tiempo. Los doce meses transcurridos dejan consecuencias en algunos casos irreversibles. Para la economía, luego de sortear una recesión, el conflicto ha provocado convulsiones en los ámbitos inflacionarios, energéticos y alimentarios.
La nota es buena si se piensa en que se ha evitado un estallido inflacionario. No obstante, el alza de precios ha tenido meses con niveles históricos suficientes para erosionar el crecimiento económico, que ya venía golpeado por la pandemia.
La Unión Europea (UE) actualmente atraviesa un período de estancamiento: 0,1% de crecimiento en la zona euro en el cuarto trimestre de 2022, y cero para todo el bloque. Los datos de los organismos estadísticos dicen que el comienzo de 2023 comenzó con la misma tendencia.
La vulnerabilidad europea quedó expuesta debido a su enorme dependencia energética de Rusia. Con la guerra desatada se dispararon estos mercados. La imaginable reducción del suministro provocó que el barril Brent llegara, el 7 de marzo de 2022, a los 140 dólares. El mismo día el WTI (referencia del barril norteamericano) pasaba los USD 130. Estos valores desataron un efecto dominó en los precios de todas las economías europeas.
Sin embargo, la crisis fue menor a la predecía, de la mano de un invierno sin temperaturas glaciares. El viernes 17 de febrero, el precio del gas TTF estaba en 48,90 euros, su nivel más bajo en dieciocho meses luego de que hace seis meses hubiese alcanzado los 338 euros el megavatio hora.
Como era de esperar, este shock en el suministro energético despertó la inflación. Problemas en la cadena de suministros, sanciones económicas y bloqueos de exportaciones derivaron en cambios de precios en las góndolas, en particular en los alimentos. Ucrania y Rusia, dos de las principales potencias exportadoras de granos, llevaron los precios a una escalada que no se veía en el continente hacía varias décadas.
En paralelo, esta situación también trajo una aceleración para la transición energética. Los europeos apuraron la marcha para obtener otras fuentes: cargaron velozmente sus tanques de gas natural licuado (GNL), en parte gracias a compras desde Estados Unidos y Medio Oriente; Francia reparó sus centrales nucleares con rapidez; Alemania construyó una terminal regasificadora, y hasta se pusieron en marcha desde viejas usinas térmicas y nuevos proyectos “verdes” en todo el suelo europeo.
Los buenos reflejos permitieron que en enero, en la zona euro, la inflación se sitúe en el 8,5%, según Eurostat. Si bien es alta, ha sacado presión a los precios básicos de la economía. A nivel mundial, todavía se espera que la inflación alcance el 6,6% en 2023 y el 4,3% en 2024 en promedio, según el FMI. Pero la presión aún no baja entre los trabajadores que vieron como sus salarios perdieron frente a la tendencia alcista de productos y servicios.
Otro frente aún sin domar es el financiero. Durante estos meses de agresión rusa, los bancos centrales apretaron su política monetaria. Las cómodas tasas de interés para sobrellevar las heridas de la pandemia del Covid-19 se terminaron. Las instituciones financieras agregaron puntos afectando el crédito, las hipotecas y el consumo. Esto sumó, al mismo tiempo, inestabilidad en los países expuestos por su deuda.
Durante el año 2022, la Reserva Federal de Estados Unidos (FED) ajustó 75 puntos básicos cada mes, salvo en diciembre donde desaceleró con 50. Fue el apriete monetario mas intenso desde la década del ochenta. Siguiendo esta línea, el Banco Central Europeo (BCE) subió sus tipos 300 puntos básicos desde julio y anunció un nuevo endurecimiento de 50 puntos en su próxima reunión del 16 de marzo.
Pese a que no se registraron los peores augurios, la industria europea sufrió, con este compendio de sacudones, un “shock de competitividad”. Europa, que siempre fue alta en costos, vio cómo aumentaban sus desventajas. Si se suma que con la Ley de Reducción de la Inflación (IRA) Estados Unidos otorga subsidios reservados para las empresas que producen en su suelo, el continente corre el riesgo de una ola de deslocalizaciones.
Ahora hay que mirar el futuro del conflicto. Europa sabe que la billetera para sostenerse está quedando vacía. Las arcas se enfrentan a un auténtico muro de deuda. La última vez que los tipos de interés estuvieron a este nivel, en 2008, la deuda pública de la eurozona se situó en el 70% del PBI, hoy es del 93 por ciento.
Sólo en Francia, pasó del 69% al 113 por ciento. La prima de riesgo italiana, que mide el diferencial entre el bono alemán a diez años y el italiano del mismo periodo, en el pico de la tensión llegó a rozar los 178 puntos básicos. El gobierno de Bruselas está avisando que no hay más cintura. Alemania o Países Bajos se niegan a que el grifo de euros siga abierto. El plan de reformas y reducción de déficits, condición para seguir enviando fondos, enfrenta al descontento social
El susto no pasó. Sin embargo, por el momento, la economía europea ha podido mantenerse a flote.