A Karen Caballero la asaltó una “pesadez inexplicable en el pecho” la noche del sábado 25 de junio de 2022. Los muchachos ya no se comunicaban.
Dos días después, alrededor de las 8:00 de la noche, recibió una alerta noticiosa del canal honduñero HCH en su celular. Decenas de migrantes habían muerto de calor dentro de un camión que fue localizado cerca de la ciudad de San Antonio, en el estado de Texas.
Karen buscó en Google y Facebook los teléfonos de los consulados hondureños en Estados Unidos, de hospitales y comisarías, para averiguar si sus dos hijos y su nuera figuraban en la lista de víctimas.
Eran las 2:00 de la mañana y nadie respondía.
Margie Paz Grajera (24), Alejandro Andino Caballero (23) y Fernando Redondo Caballero (18) son tres de los 53 migrantes que fallecieron dentro de un tráiler que trasladaba a 62 personas provenientes de México, Guatemala, El Salvador y Honduras.
Murieron tras permanecer encerrados dentro de un tráiler a 40 grados centígrados sin ventilación.
“¿Cómo siendo yo una madre tan sobreprotectora, pude dejar que a mis hijos les sucediera lo que les sucedió?, se preguntó Karen en conversación con BBC Mundo. “Si mis hijos no regresaban a las 10:00 de la noche, yo era capaz de salir caminando a buscarlos hasta que me los traía a la casa”.
Karen habla con calma y aplomo, aunque reconoce que no ha tenido tiempo de llorar, desbordada por las llamadas de tantos familiares, amigos y periodistas.
“Cualquiera piensa: ‘A esta mujer no le duele, esta mujer no sufre’. Pero la verdad es que tengo que mantenerme fuerte porque tengo que resolver esto. Como mamá, todavía tengo que traer a mis niños a casa”.
Anillos de papel
Karen recuerda que Alejandro y Margie se hicieron novios cuando estudiaban juntos en un colegio adventista en Las Vegas de Santa Bárbara, un pueblo ubicado a 200 kilómetros de la capital hondureña de Tegucigalpa.
“El primer año de novios se casaron en el árbol de las bodas del colegio, con anillos de papel. Tenían 17 y 18 años”, cuenta Karen.
Margie ingresó en la Facultad de Economía de la Universidad Autónoma de Honduras, y Alejandro se inscribió en Mercadotecnia en la Universidad de San Pedro Sula.
Cada día recorrían más de 100 kilómetros hasta San Pedro Sula, un par de horas en autobús que debían tomar durante la madrugada para llegar a tiempo a la primera clase.
“Me iba con Alejandro cuando le tocaba irse en la madrugada para San Pedro. Él me decía: ‘Mamá, me da pena. Yo soy un hombre’. Y yo le respondía: ‘No te tiene que dar pena. Yo soy tu mamá'”.
Un trabajo mejor
Margie y Alejandro terminaron la carrera y se quedaron en San Pedro Sula. Seguramente habría más posibilidades de conseguir buenos empleos que en el pueblo. La mejor oportunidad que encontraron fue trabajar como operadores en un call center.
Karen celebró cuando Margie y Alejandro compraron su primer refrigerador. Cada electrodoméstico, cada mueble, reforzaba la convicción de que habían tomado la decisión correcta al estudiar en la universidad y dedicarse a construir una carrera profesional.
Con el paso del tiempo, los sueldos de la pareja se volvieron tan precarios que Karen y su madre, la abuela de Alejandro, replantearon el presupuesto familiar para ayudarlos con víveres y dinero para cubrir la renta cada mes.
La abuela de Alejandro tenía un restaurante de comida buffet en Las Vegas de Santa Bárbara, donde Karen aprendió a manejar el negocio. Luego montó su propio restaurante, pero quebró durante la pandemia por el coronavirus.
Emigrar a Estados Unidos
La situación económica familiar se estrechó después de la pandemia. Karen debía ayudar a su hija Daniela y a su bebé de siete meses. Fernando, el menor de los tres, decidió abandonar la escuela durante el confinamiento.
A diferencia de sus hermanos mayores, Fernando no quería ir a la universidad. Soñaba con jugar fútbol como Lio Messi. Aunque no se aplicaba en los estudios, Karen admiraba su ambición, un impulso más afín a la mentalidad comerciante de la abuela que a la vocación académica de Alejandro y Margie.
“Imagínese mami, si aquí no hay trabajo para los que estudian, ¿qué me va a quedar a mí que no estudié?”, preguntó Fernando a Karen cuando le contó su intención de emigrar a Estados Unidos.
Aunque sus hijos eran adultos y tomaban sus propias decisiones, Karen sabía que podía persuadir a Fernando para que se quedara en Las Vegas de Santa Bárbara y ayudara en el restaurante de la abuela. Todos habían trabajado alguna vez en la cocina o en la caja registradora del negocio.
Sin embargo, Karen estaba de acuerdo con su hijo. Un mundo de posibilidades se abriría una vez que cruzara la frontera entre México y Estados Unidos.
La despedida
La propuesta inicial era que Fernando viajara solo. Pero Alejandro y Margie se animaron a acompañarlo.
Alejandro era lo más parecido a un padre para su hermano menor, cuenta Karen a BBC Mundo. Su ecuanimidad y temple lo convirtieron en la persona a quienes todos en la familia acudían cuando había un problema por resolver.
La opción de viajar a Estados Unidos por avión fue descartada desde el principio. Ninguno tenía visa ni dinero suficiente para comprar los boletos. Hicieron una colecta familiar y buscaron a las personas que los ayudarían a llegar a Estados Unidos.
En entrevista telefónica con BBC Mundo, Karen se negó a revelar detalles sobre los arreglos del viaje: cuánto había costado, cómo lo planificaron o cuál era la ruta.
Karen, sus hijos y su nuera tomaron un taxi hasta Guatemala para despedirse antes de que siguieran el trayecto hacia México. Recorrieron la ciudad de Antigua, y quedaron maravillados por la vestimenta de los pueblos indígenas. Se conmovieron al ver cómo las mujeres cargaban a los niños a sus espaldas.
Margie, Alejandro y Fernando siguieron el camino a través de México. Durante 20 días se comunicaron con Karen a través de Whatsapp para ponerla al tanto de las novedades del viaje.
Karen todavía no sabe cuándo serán repatriados los cuerpos a Honduras.
Mientras conversaba con la BBC, recibió una llamada: “Es de la Casa Presidencial de aquí. Yo le devuelvo la llamada”.